NADIE CONVENCE A NADIE DE NADA
Hacerse adulto pasa por comprender (entre otras
cosas no menores) que todo debate es estéril, porque nadie es capaz de
convencer a nadie de absolutamente nada.
Los tontos no cambian de opinión porque compensan
su falta de ideas aferrándose con fervor a las pocas que tienen, como si se
tratara de esa vieja camiseta que deberíamos tirar al cubo de la basura pero
que nos recuerda tanto a nosotros mismos que resulta demasiado doloroso
prescindir de ella.
La gente normal tampoco lo hace porque en las
discusión convencionales el ego y la soberbia pisotean cualquier brote (verde o
no) de racionalidad, que queda ahogada en un colapso de prejuicios, tópicos,
lugares comunes, adherencias inexplicables y adhesiones inquebrantables. Las
ideas de los demás, cuando no coinciden con las propias son contempladas como
una agresión, como una sandez inexplicable o como una mezcla de ambas cosas.
Y los listos lo hacen menos que cualquiera de sus
congéneres porque desde el momento en que uno se considera a sí mismo un
individuo inteligente tiende a asumir -lenta e imperceptiblemente- que sus ideas y opiniones son más brillantes
que las de los demás y eso le hace a uno bastante refractario a todo
pensamiento que no sea de cosecha propia. (*)
Discutimos en vano. No convencemos a nadie de nada.
No tenemos ideas. Tenemos intereses que moldean
férreos lugares comunes y prejuicios. Por eso nunca me han interesado los
debates políticos: porque no encuentro nada interesante en un juego en el que
nadie puede conseguir absolutamente nada de provecho. Es como jugar al fútbol
sin porterías: un deporte masturbatorio. Una pérdida de tiempo.
Eso es todo amigos.
(*) La verdadera inteligencia pasa, a mi juicio,
por intentar entender no sólo las razones del otro sino las razones que
explican sus razones: lo que la gente piensa, lo que la gente dice que piensa,
la razón por la que cree que lo piensa y la razón por la que realmente lo
piensa (que son cuatro cosas completamente distintas). Ese ejercicio de empatía
es esencial pero no consiste, como suele creerse, en ponerse en el lugar del
otro -porque si hacemos eso seríamos nosotros en su lugar, no ellos mismos-
sino en ser, por un instante, el otro y ver el mundo con la reveladora luz de
sus propios ojos.